OLIMPOS
Momento 1 : Hermenegildo....
La cocina era un hervidero de idas y venidas entre ruidos de platos y cacerolas avivado por exquisitos aromas y olores procedentes de los fogones. Alejado de aquella estancia siempre viva y acogedora se encontraba el salón noble que, ornamentado para la ocasión, iba acogiendo a las numerosas personas invitadas a la ceremonia anunciada para las doce.
Situado en lugar destacado, don Hermenegildo Ortiz de la Peraleda y Montes de Pinares, les iba recibiendo con su habitual semblante impasible. Esa mañana, y por expreso deseo de su mujer, lucía el traje impoluto y enmedallado de aquellos tiempos de añoranza en que aún ejercía con mando en plaza.
Cuando llegó el Arzobispo ataviado con su pomposa y almidonada vestimenta barroca, don Hermenegildo, sin inmutarse, permaneció hierático ante su saludo cortés, acostumbrado como estaba a guardar las formas y el protocolo militar en momentos solemnes.
Abriéndose paso entre las personas que le agasajaban, su primogénito, se le acercó llevando en sus manos el antiguo sable de gala con apasionada ostentación. Con mirada orgullosa se cuadró ante su padre, lo colocó despacio sobre su cuerpo y cerró el ataud para siempre.
Momento 2 : Elvira.....
Una mosca no invitada y ajena al protocolo, trataba de acariciar con sus inquietas patas la excesiva caja de caoba. Un silencio sepulcral, roto con fugaces y frías miradas de reojo, invadió el salón como cuando en un estadio se espera el inminente pistoletazo de salida para la prueba final.
Don Hermenegildo, concentrado en su mundo oscuro y con la respiración contenida, estaba presto para su salto definitivo al Olimpo de los sótanos enmohecidos en su ilustre panteón familiar con su inseparable sable como única compañía por si fuera necesario su empleo en gestas y andanzas venideras.
Horas después y finalizado el acto, el comedor de invitados, ya preparado, iba recibiendo a los insignes comensales.
No sé si a Hermenegildo le habría gustado su propio silencio como hacía siempre que tomaba decisiones. El caso es que esta ocasión, su mudez definitiva, le sirvió a ella de eficaz excusa para que por primera vez, y sentando precedente, Hermenegildo le cediese la presidencia de un acto: en este caso, el banquete largamente esperado de su perdurable despedida.
Doña Elvira- para los allí presentes, viuda de -, suplente perenne en el banquillo y jamás estrenada en estos y otros menesteres, se levantó del sillón, les miró con disimulado desprecio cuando se pusieron en pie, alzó su copa y con una sonrisa interior, brindó. ( Por ella).
La ausencia vitalicia de Hermenegildo la acababa de instalar en las deseadas cúspides del Olimpo de la vida.
( JAEM )