La vida es un cuento, un relato narrado por multitud de
personajes locuaces, un gallinero lleno de ruido y de furia. Por eso, antes que
las palabras prefiero las acciones. Y algunas son muy sencillas, neutras, insignificantes, y nos reconcilian
con la naturaleza o con nosotros mismos: oler la tierra húmeda, contemplar una
puesta de sol, caminar en la ciudad o en la montaña, comer el pan recién salido
del horno de leña, los viejitos tomando
el sol, tomar un café después de comer, compartir una copa de vino con unos amigos,
practicar deporte… y otras muchas más.
Todas estas acciones parecen tener un rasgo común: Necesitan
de tiempo, mucho o poco; y de una disposición entregada e inocente a perder ese
tiempo que nos requiere la acción, sin horario ni calendario. Se suspende el
carácter utilitario, productivo del tiempo. Parecen seguir el lema: “Mientras
voy y vengo en el camino me entretengo”.
La forma más lograda en que se presentan estas acciones
banales es ese sueño ligero que llamamos “a duermevela”. Período, generalmente
breve, que precede a perder la conciencia con el sueño profundo. Palabra
compuesta de dormir y velar. Es la modorra versátil de la madre que descansa al
tiempo que vela el sueño o el juego de sus hijos.
Requiere cierto silencio y una luz tenue. Y ahí aparecen en
el pensamiento, entre el consciente y el subconsciente, brillantes ideas,
espléndidas composiciones audiovisuales que, por desgracia, suelen desvanecerse
cuando queremos recordarlas al recuperar el estado de vigilia. Esas visiones de
duermevela son una fuente para la creación literaria o artística.
Estas acciones triviales no requieren gran ingeniería mental,
ni finalismo alguno. Están del lado de lo natural, del placer, de lo que nos hace
sentir vivos y felices. Descubrimos la plenitud en lo aparentemente vacío, lo
especial en lo rutinario.
Elogiar lo banal sería hacer una loa de lo inútil en un mundo
falsamente productivo, de lo simple que se esconde detrás de lo complejo, de la
lujuria que se asocia ineludiblemente con el amor. Ninguna acción tiene valor
si solo se ve recompensada en el futuro, ya sea por la salvación cristiana o por
una humanidad redimida en un supuesto paraíso terrenal. Que el futuro no nos
distraiga del presente. Nuestra única tarea es vivir, respirar, sentir,
disfrutar. Ninguna utopía sana puede generar un hombre culpable o triste.
La banalidad es parte inherente y necesaria de la conducta
humana. Tiene que ver con el dios de las pequeñas cosas. Está del lado de lo espontáneo. Nos
proporciona serenidad y sosiego. Supone una especie de descanso, al menos
transitorio, del mundanal ruido.
JMTB,
20 de Mayo de 2015
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