viernes, 27 de junio de 2014

Legalidad y Ética

No sé a partir de en qué momento, la ética- entendida como conjunto de  principios y valores que deben filtrarse, en este caso, en la vida pública-, se hizo invisible ante  aquel otro concepto llamado legalidad  y que entendemos como el conjunto de leyes y normas que dirigen, y en su caso sancionan, los comportamientos ciudadanos como miembros de una sociedad determinada. Desapareció así la conducta política basada en principios ideológicos, el sano ejercicio de las dimisiones, la ejemplaridad  alejada de lo punible y la honestidad en el ejercicio del cargo. En definitiva ocurrió lo peor que podía pasar: la judicialización de la política activa ( asociando la labor política a tribunales de justicia),  por no hablar en este momento de los aforamientos.
No sé, o me cuesta muchísimo tratar de entenderlo aunque no llegase a aceptarlo, por qué se llegó a creer que una sociedad podría alcanzar elevadas cotas de progreso, ( no es lo mismo que desarrollo), si se olvidaba o menospreciaba de partida algo tan elemental, como que sin principios éticos que la sustenten es imposible lograr una sociedad sana dotada de un sistema democrático  en permanente progreso, que garantice, entre otros aspectos, cuestiones elementales como la dignidad, la justicia, la igualdad y la honestidad. Es decir, tolerancia cero frente a la impunidad. 
No sé, y me niego con rotundidad a entenderlo, por qué la izquierda renunció a este camino ético irrenunciable desde que entró a formar parte de esta "democracia", y sobre todo, desde que alcanzó un poder incuestionable y rotundo a través de las urnas, allá en 1982.
Sin duda alguna ha habido desarrollo material. en estas décadas pasadas. Nadie lo cuestiona. Pero la izquierda es mucho más que eso, muchísimo más, si además el simple desarrollo material  se lleva a cabo desde las lentes impúdicas del neoliberalismo. Intentaron hacernos creer que bastaba con enarbolar la bandera del desarrollo material y que todo lo demás eran obsoletas teorías  y pamplinas más propias de mítines, discursos y entrevistas que de su práctica obligada. Craso error, como diría aquel, porque una izquierda que pierde su esencia termina perdiendo color y se diluye sin más en otras ideologías. Perder la identidad conduce inexorablemente  al ostracismo y posteriormente a la desaparición.
No hay democracia sin ciudadanos y no hay ciudadanos si no se viven y se estimulan, desde los distintos órganos e instituciones, los principios éticos y valores laicos, imprescindibles para todo lo demás.
Algún día, se estudiará en los libros esta época, que vivimos como un período de decadencia y de hundimiento que nos tiene abatidos en este presente vergonzoso y desesperante. Un presente, en el que cada día pensamos que no puede haber más miseria moral y falta de principios, hasta que llegado el día siguiente comprobamos que sí es posible.
Todo el discurso y la acción han ido cimentándose en base a endiosar la legalidad, olvidando, como si no tuviese nada que ver, esos principios éticos y la ejemplaridad pública que debe asistir a toda aquella persona que ostente un cargo de representación desde la más pequeña aldea hasta las más altas instituciones.

Es así como hemos llegado a una situación de parálisis y de precolapso, iniciando una carrera desesperada  para salvar los muebles. Observamos cómo manteniendo la legalidad vigente y ensalzándola hasta el paroxismo, asistimos, a la vez, al desmoronamiento y descrédito acelerado de todo un sistema y al alejamiento social de todos y cada uno  de los poderes y organismos públicos, manchados y contaminados por esa falta de principios y de ética.
Produce muchísima pena y estupor  escuchar declaraciones  diarias en las que lo único que se afirma, por activa y por pasiva, es la importancia y sacralización de la legalidad a secas. Lo demás no cuenta. Dando  la sensación de que es entonces la propia  legalidad, la que en cierta manera consiente, tolera o permite llevar a cabo conductas de dudosa honradez y ejemplaridad, más propias de una sociedad  sin norte y, por supuesto, alejada de una democracia.
Se suele decir que tenemos lo que nos merecemos cuando hablamos de la clase política  u otros poderes de gobierno. Como si fuese la sociedad en su conjunto la culpable de todo. Ya les gustaría a las élites instaladas que fuese así de sencillo. 
Olvidaríamos que es la clase dirigente- repito, dirigente-, la que ha llevado en algún momento, o lleva en la actualidad, las riendas políticas, económicas y sociales a través de sus gobiernos  y otros órganos de representación. El hecho de que se siga votando, a veces, a personas carentes  de principios, no deja de ser un síntoma más  de la gravedad de la situación que vivimos., en la que el hedor impune y mantenido, ha ido haciendo perder el olfato. Las alarmas contra lo indecoroso e intolerable, aunque no fuese punible, dejaron de funcionar hace tiempo. La costumbre termina acostumbrándonos a todo. 
Es la izquierda, en sus órganos y cargos decisorios,  ya sea a nivel de partido o de gobierno,  la que se lleva el honor, por su propia condición, de haber contribuído a dejar  esto hecho un erial irrespirable. Es ella, y sólo ella, la que nunca debió abandonar  la dignidad, el ejemplo y los principios y valores  propios de la misma. Haya sido gobernando, o bien en connivencia a través de  los llamados pactos de Estado, desde  la oposición, y en todo caso,  por acción u  omisión en las tareas públicas.
No fue siempre así en la historia, aunque pretendan desmemoriarnos  y que les baste, como mucho, pedir perdón, hacerse el tonto, mirar para otro lado, o jugar a algo tan decepcionante y poco creíble como " de ayer no sé nada pero hoy es otro día y miremos al futuro con un  simple lavado de cara o cambio de personas".
Ojalá que el despertar imparable que se está produciendo sirva, al menos, para airear las estancias. Sería el principio, sólo el principio, de un prometedor camino. Esta crisis profunda nos lleva  a ver, frente a nosotros y en gran dimensión, la palabra " posibilidades". Es muchísimo, tras casi cuarenta años viviendo en una democracia con una única, inamovible e incuestionable, posibilidad ( en singular) marcada desde el principio. 

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