Las estaciones de viajeros siempre me han provocado un halo de misterio y curiosidad entremezcladas. En muy pocos lugares, como el que cito, se concentran personas tan dispares y, a la vez, con vivencias y sensaciones tan diferentes y finalidades y deseos, casi con toda seguridad, distintos e incluso opuestos. Un microcosmo que invita a múltiples interrogantes y que dan rienda suelta a la imaginación más desbordante. Los minutos se nos escapan de nuestro tiempo o se detienen en sensaciones no controladas, dependiendo de si estamos allí despidiéndonos, esperando una llegada deseada o a punto de partir hacia un destino.
Encuentros. Despedidas. Deseos. Emociones. Abrazos arrancados. Tristeza contenida y dibujada ya, desde ese instante, de un próximo tiempo deseado. Alegrías largamente esperadas y convertidas en realidad. Maletas que delatan la duración de la lejanía ya vivida o, aún, por vivir.
Pulsaciones, todas ellas, desiguales en tono y timbre, de personas que probablemente nunca más vuelvan a confluir en la atmósfera electrizante de una estación cualquiera por pequeña que sea en un día y una hora concreta e inigualable.
Y fue en una estación.....
Hace unas semanas presencié un hecho lamentable. Créanme, si les digo, que a punto estuve de dirigirme a las oficinas para que desde el servicio de megafonía, o por cualquier otro medio, llamasen la atención a un señor y a un niño- posiblemente su hijo- que se encontraban sentados en el banco número cuatro, debajo justo del reloj parado de aquella estación. Bien vestidos y con una maleta verde agua de tamaño mediano y lo que parecía una mochila escolar a su lado.
El niño, de unos siete años, no dejaba de requerir la atención del supuesto padre, tal vez, cansado ya de tan larga y tediosa espera. De pronto, el señor, enojado, se levantó dirigiéndose al kiosco de prensa cercano y compró un periódico. Volvió y se lo dio al niño mientras le decía algo. Por fín, aquel hombre podía seguir entregado en alma y dedos sin que nada ni nadie le malograse su apasionante conversación watsap.
El niño, ya sonriente, sacó unas tijeras de su mochila y comenzó a recortar frenéticamente pequeños trozos de papel del periódico empezando por la contraportada y haciendo pequeños aviones que después lanzaba con fuerza al aire consiguiendo alfombrar al rato el suelo de la estación.
Era lunes. Sí, lunes. Recordé que en esa contraportada escribía su columna todas las semanas Manuel Vázquez Montalbán, hasta que justo un avión lo depositó para siempre en el lejano aeropuerto de Bangkok. Desde entonces añoro, cada semana, su conversación siempre llena de contenido.
El espéctaculo era desolador mientras aquel señor, en presencia corporal ausente, seguía rendido a su conversación. Decenas y decenas de noticias y artículos despedazados en palabras rotas volaban por el recinto con destino a ninguna parte.
Quiero decirles una cosa. Vázquez Montalbán, como otros muchos escritores, nos ofrecíó justo lo contrario a lo que en ese momento estaba presenciando. Desguazaba el mundo cada semana y lo compartía a través de su columna. Cualquier noticia, cualquier hecho o pensamiento, interesante o nimio, era motivo para charlar juntos unos minutos.
Entraba en mi casa, o me acompañaba sentado en el banco de un parque, y con café o sin él, dialogábamos sin prisas sobre los mil y un temas que nos brindaba en su columna..
Se convirtió en mi necesidad como imagino que lo era para él al plasmarla en texto, para así ofrecerla y compartirla con sus lectores. Aquella experiencia semanal marchitada bruscamente fue un largo y apacible viaje compartido en avión, sobrevolando el mundo desde las vistas y rincones más variados.
¡Cómo no acordarme de mis vuelos compartidos cuando ví a aquel señor de la estación permitiendo que aviones de palabras rotas y sin destino terminasen aterrizando en el suelo de aquella estación!
* Manuel Vázquez Montalbán: (Barcelona, 1939- Bangkok, 2003). Periodista, novelista, ensayista, poeta, crítico y gastrónomo. Prolífico en toda su obra literaria y persona comprometida.
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